Cita

sábado, 2 de julio de 2011

"Si yo no he hecho nada."

Un mundo sin culpa –camino por el que avanza la sociedad de este siglo- habla de una sociedad en la que el deseo ha sido desalojado de la dialéctica subjetiva. Su lugar lo ocupa la depresión como cobardía moral, y el victimismo como infantilización de un sujeto que no reconoce ni asume ninguna responsabilidad individual. Creo que es lo que queda magníficamente ilustrado en la película de los hermanos Cohen “Un tipo serio”. “… si yo no he hecho nada”, clama en varias ocasiones el protagonista, esforzado ciudadano cumplidor en todos los frentes de su vida. La catarata de consecuencias que le vuelven como efecto de ese intento de des-responsabilización –“yo no he hecho nada”- le hunden en la desgracia, y, sobre todo, en la perplejidad. Confiado en que en la sola razón está la vía para orientarse en cualquier situación y campo de la vida, irá descubriendo, atónito, la posibilidad de que no exista una respuesta/explicación -incluso de que no siempre se pueda asignar un sentido a los hechos esenciales de la existencia-. Este descubrimiento multiplicará exponencialmente su desconcierto cuando se añade el que tampoco existe un Otro (Dios) que sirva de guía o referencia para orientarse. Y culminará en un sinsentido insoportable que anuncia la muerte en una apoteosis del absurdo. 
Este profesor de matemáticas, que trata de resolver con ellas la paradoja del gato encerrado –que ni sale, ni está dentro-, no consigue librarse de la paradoja ético-legal en la que le coloca su peor alumno –“yo no le he dado el dinero que le he dado, y si dices que se lo he dado, le demando por difamación”. Y, lo que es peor: no encuentra el código que le permita interpretar los signos de sus sucesivas desgracias, ni encuentra a nadie que le diga su significado. 
La "clave" de la película la dan los directores en las primeras escenas de la película, una especie de exergo en el que los ancestros del protagonista discuten si está vivo o muerto el rabino de su comunidad. El padre defiende que está vivo, porque le ha visto y hablado con él. Y él es “un hombre racional” -equivalente al yo soy un tipo serio del hijo. La madre, en cambio, le recuerda que murió hace tiempo. Cuando el rabino aparece, lo que debería ser la prueba incontestable de su existencia, la madre -“mujer”, no lo olvidemos- le trata de fantasma; y, frente a las consideraciones del marido, ella le clava en el corazón el picador de hielo que tiene en las manos. La indicación es clara: es el acto el que produce la verdad. El hombre no puede concluir la verdad porque no maneja más que significantes, y trata de obtener de estos una significación final que cierre el debate. La mujer puede concluir porque, situada del lado del acto, maneja el objeto. Ambos hablan, pero sólo cuando ella incide con el objeto sobre lo real se disuelve el fantasma: el rabino se aleja con el punzón clavado diciendo “Me voy: sé entender dónde no se me quiere”. Lo real volverá a aparecer en las dos últimos secuencias de la película: cuando un tornado y un cáncer acabarán con él y con su descendencia masculina, resaltando así el triunfo del sinsentido que reina en lo Real.

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