A punto de cumplirse la década del aniversario de los atentados y destrucción del World Trade Center, los USA han realizado el sueño en el que se había convertido acabar con la pesadilla que aquél hecho inauguró. Localizado y muerto Bin Laden puede cerrar una puerta de las varias que abrió aquel suceso. La acción de comando que culminó la operación vino a resolver de facto una cuenta pendiente del Estado norteamericano con sus ciudadanos. Fuerza y pragmatismo volvieron a componer el binomio que no dio resultado en el asalto a la embajada de Teherán, o en el fiasco de Somalia. ¿Qué nombre dar a la resolución que ha tenido el caso del más wanted de la justicia norteamericana? ¿Eliminación? Matado –mejor que muerto- sin juicio, y su cuerpo desaparecido -mejor que “no-enterrado”-, se resuelve táctica y estratégicamente lo que podría haberse convertido en un importante quebradero de cabeza de haberse conducido por los cauces del derecho.
Hay dos mitos en la sociedad estadounidense que organizan comportamientos idiosincrásicos bastante sorprendentes para la mentalidad europea: el mito del héroe dotado de poder -desde poderes parciales, hasta la pura omnipotencia-; y el mito del justiciero. Estos dos mitos, persistentes en la cultura popular yanki, muestran una fragilidad notable en su capacidad sublimatoria para dar un fin cultural a la pulsión de muerte. Más que contener y reconducir, parecen alimentar el imaginario colectivo en aras a promover comportamientos para su satisfacción directa. El héroe con poderes es la personificación ficcional del rasgo infantil prevalente que los europeos atribuimos a los norteamericanos. Se articula éste a través de la línea de fuerza que supone el pensamiento omnipotente que el psiquismo infantil atribuye al Otro materno en la primera infancia. Queda luego como fantasía desiderativa compensatoria una vez realizada la dolorosa travesía del "complejo de castración". El héroe con poderes, el héroe americano -lejos queda el héroe griego clásico, no sólo limitado por su condición de humano, sino también teniendo en su contra un Otro divino todopoderoso, además de caprichoso y arbitrario - es el al-menos-uno del mito del padre primordial freudiano, que no sufre de castración, que, aun aceptando el límite humano, no lo padece en tanto que puede superarlo a voluntad, o, al menos, siempre en el momento conveniente para el éxito de su cometido.
Es este mito el que parece modelizar el empuje yanki a sus aventuras intervencionistas y militares. El estado, la sociedad viven normalmente sometidos al imperio de la ley. Sin embargo, se saben dotados de un poder económico y militar que no dudan en usar por encima de cualquier consideración, cuando sienten la necesidad de conseguir algo. El Otro –“el eje del mal” de cada ocasión- es amenaza y peligro, caos y muerte. Es la figura del antihéroe, la figura del mal, los que gozan de la pulsión de muerte directamente. Frente a ellos, y por que también conoce el poder formidable de las exigencias de satisfacción de la pulsión, el héroe americano no duda de la legitimidad del uso de su omnipotencia en una pragmática que convence por la propia evidencia del éxito conseguido: destruido el mal y su amenaza, la legitimidad acudirá por sí misma a sancionar el acto de violencia realizado.
La otra cara del héroe americano -a modo de los dei consentii de los romanos, dioses bifrontes- es el justiciero. El héroe americano justiciero no alcanza su poder sobrehumano sino después de haber sufrido el mayor dolor imaginable. Es esta afrenta, insoportable para cualquier otro, lo que dota de un valor, una fuerza y una determinación a su venganza, que la coloca más allá de lo realizable por cualquier otro. El quantum de su sufrimiento se transmuta alquímicamente en quantum de poder.
En la estructura de este mito, es esencial una correlación punto por punto del poder adquirido por el héroe justiciero con la impotencia del Estado y la sociedad para ejercer la función que les habría correspondido, empezando por la protección que habría debido impedir la inmensa afrenta recibida, así como, después del daño hecho, con la ineficacia de las fuerzas del orden y las instituciones del derecho -muchas veces burdamente magnificada-, para resarcir al maltratado en justicia. Es así como una doble impotencia del Otro -de protección y de restitución-, justifica moralmente y pragmáticamente al héroe -ya que no es posible hacerlo legalmente- con el consenso del ciudadano común con el que se identifica (el héroe justiciero pertenecía a esa clase antes de ser transmutado por el sufrimiento y la injusticia). Realiza así su venganza a sangre y fuego, y toda destrucción sembrada en su empeño vengador encuentra benevolente acogida en el espectador, totalmente identificado en la cólera divina con su héroe. Esta estructura mitológica tiene un largo recorrido en la ficción visual norteamericana, encarnada muchas veces por actores de cine que han quedado indisolublemente ligados a su personaje justiciero –Bronson, Segal, Eastwood, van Damm, etc.-.
En la última historia de la nación norteamericana, esta mítica la encontramos en sus puntos estructurales y en su recorrido ficcional en las guerras de Irak/Afganistán. La primera inauguró una nueva categoría –la guerra “preventiva”-, y necesitó hacerse con el engaño y la mentira hacia la comunidad internacional, multiplicada aquella por los gobiernos satélites presentes en la foto de las Azores. En ese fuera de la ley -que se conoció a posteriori-, el mito del héroe justiciero completó su realización. Pero una vez cumplida la venganza del héroe americano, la magnitud del sufrimiento infringido al agresor fue desdibujando aquella otra que habría venido del supuesto crimen, y que dio origen a la intervención. La justificación moral de la aplicación de sus poderes terminó hundiéndose estrepitosamente en Abu Gaib.
La ignominia y el dolor sufrido por el criminal atentado del 11/S cargó de fuerza moral y sentimental a la mayor parte de la ciudadanía mundial. Y ello encontró su forma legal en la guerra contra el régimen talibán afgano. Pero el horizonte de justicia al que apuntaba quedó absolutamente pervertido entre las alambradas de Guantánamo, y las cárceles secretas repartidas por los estados amigos de frágil estructura democrática.
La guerra de Irak cumplió con los requisitos esenciales: la desproporción de la respuesta, y, sobre todo, ese necesario fuera de la ley en el que debe de actuar el justiciero para ejercer la "justicia" que le ha sido negada de hecho por las instituciones del Estado. Sin embargo, si bien es cierto que los superpoderes dieron su fruto en un primer momento, la cara justiciera del mito bifronte del héroe americano tampoco ha logrado aplacar la ansiedad de los consumidores del mito. La guerra de Irak ha sido un fracaso porque ha fallado este último elemento esencial del mito. La victoria fallida ha impedido la legitimación a posterior. La victoria sobre Sadam, se ha convertido –muchos muertos después-en la retirada de Irak. La victoria sobre los talibanes se ha convertido –muchos muertos después- en el abandono de Afganistán.
¿Qué queda, pues de este mito bifronte americano, después del comienzo de este nuevo milenio? Para su primer rostro, el de la omnipotencia, queda la “castración” del retorno a la realidad de una multipolaridad de focos de influencia en este nuevo mundo globalizado, después de haberse complacido en el imaginario infantil de un poder sin límites como premio legítimo a su victoria sobre el “telón de acero” soviético. Para el segundo, el justiciero, la constatación del horror realizado, cosido en el dobladillo de un ideal continuamente desmentido por el acto. Ya no sirve que se reclame auto-legitimado, y que se autorice a sí mismo sin la mediación reguladora de un Otro, de un tercero, que corte la complacencia narcisista de su propio retórica, y de la insensata satisfacción pulsional que justifica.
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