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miércoles, 20 de julio de 2011

Actualidad del "sistema Murdoch".

El desvelamiento de las prácticas periodísticas  infames de la prensa del grupo Murdoch nos provee de un ejemplo más del “estilo del mundo”, como diría V. Verdú para referirse a la sociedad de hoy. De las muchas vertientes por las que es interesante este hecho –realmente un acontecimiento-, me interesa esta: la divergencia entre la práctica profesional y comercial del grupo mediático Murdoch, articulada a la práctica cultural de la sociedad inglesa –que hacía del periódico cerrado el más vendido del país-, y, por otro lado, la indignación moral y la represión legal con la que han reaccionado los poderes del Estado, y la propia sociedad británica.
A partir casi del mismo momento en el que se señalaba a los villanos del caso, ha surgido otro dedo acusador en dirección a los adictos lectores de este tipo de prensa –prensa “amarilla”-: ¿qué tipo de sanguijuela se alimenta en la sociedad inglesa del veneno segregado por este monstruo?
He escuchado a dos analistas diferentes –buenos conocedores, al parecer, de las relaciones entre la sociedad inglesa y su prensa-, coincidir en el siguiente análisis: En una sociedad enormemente clasista, como la inglesa, las clases populares leen la prensa en un gran porcentaje. Y leen este tipo de prensa, su prensa. Esto hace que sea una prensa electoralmente influyente –muy influyente-, lo que explica por sí solo el interés del poder político en ganarse sus favores.
Se suscita, pues, nuevamente el tema de la responsabilidad colectiva de las sociedades, que alimentan y sostienen las modalidades políticas, económicas y culturales, que parecen horrorizarles, cuando un golpe de aire levanta una esquina del vestido, y queda al descubierto el cadáver necesario. Y, en este caso, esto es algo más que una metáfora. Siempre vemos aparecer rápidamente el “yo no sabía que…-se lo hemos oído decir al viejo Murdoch ayer mismo frente a la comisión de parlamentarios-, por lo tanto, yo no soy responsable.” Pero ¿quién quiere saber el origen, la fuente, las razones de aquello con lo que goza? Y ¿de qué gozamos hoy?
Para mí ha sido una fortuna que “el escándalo Murdoch” me haya encontrado leyendo el último libro de Gérard Wajcman –L’Oeil absolu, 2010-. En él plantea cómo la posibilidad de ver la estructura de lo real, se ha transmutado hoy en la exigencia científica de que lo real sea transparente a la mirada. El deseo de ver se ha convertido en la voluntad y la exigencia de “verlo Todo”. Y esta exigencia hace ley. Su coartada cientificista: La posibilidad de verlo Todo será lo que pueda darnos la verdad, Toda la Verdad de lo real. De lo real de la naturaleza. Pero también de lo real social. Incluso de lo real psíquico.
Hoy gozamos, pues, de mirar. No de conocer. Gozamos de poder ver más allá, más lejos, más cerca, más dentro. Gozamos de poder mirar las imágenes de los confines del universo. Pero también de poder mirar en el interior de los hogares. Más aún, en la intimidad de las personas. Más aún, en la visualización de los pensamientos –como quieren los últimos proyectos de las neurociencias, financiados con el dinero de los contribuyentes-.
Esta exigencia de transparencia absoluta, asimilada a la idea de verdad, forma parte de la ideología dominante hoy día, que ya no es una ideología de clase, sino científica –lo cual no quita para que este tipo de escándalos siempre sucedan en los sectores ideológicamente más conservadores-. Murdoch y sus lugartenientes, sin duda participan de este estado de opinión, más allá de la conciencia que tengan de ello. Y los lectores y televidentes de los productos Murdoch también, por más que se rasguen las vestiduras hoy. ¿Acaso ya no recuerdan la avidez con la que fueron a comprar el periódico cuando publicaron la intimidad del sufrimiento, del drama humano que vivía la familia del entonces Primer Ministro Brown con motivo del diagnóstico de la enfermedad de su hijo? Ese goce de mirar en los últimos pliegues de su dolor, debió de ser irresistible para muchos. Y así con tantas otras víctimas, de tantos otros sufrimientos similares, o aún  mayores –como el de la joven raptada y asesinada, y que ha terminado por destapar el caso-.
La modalidad propia al periodismo de esta ley cientificista de la máxima transparencia, parece clara: cuanto más miremos en la intimidad de los protagonistas de los hechos que relatamos, más verdad podremos transmitir a nuestros lectores. Hasta parece una exigencia deontológica del buen periodista. Pero tal vez sea aún peor el que se tome por un derecho-a-saber-la-verdad por parte del lector-voayeur de la prensa de hoy, alienado en una nueva ideología social, que desconoce tan activamente como satisfacciones le aporta.

miércoles, 13 de julio de 2011

Debate ético de un jóven americano.

  Sin considerar el eterno problema del conflicto palestino-israelí, la estrategia geopolítica de los EEUU en Oriente Medio entró en declive con el fracaso del intento de imponer la occidentalización económica y social en la entonces Persia de Sha Reza Palhevi. El eje Arabia Saudí – Persia, garantizaba la estabilidad política en la zona, y el abastecimiento energético de occidente. La reacción esperable fue el retorno de la tradición cultural suplantada con la carga más conservadora posible, fanatizada en lo religioso, intransigente en lo social, ultranacionalista en lo político, militarista en lo internacional. Fue un fracaso imprevisto para occidente en lo que se entendía como el triunfo mundial del modelo capitalista fuera del área de influencia soviética.
Roto dicho eje, la necesidad de una reorganización de la estrategia en la zona encontró un nuevo fracaso en el intento de debilitar el régimen de los ayahtolás a través del apoyo al Irak de Sadam en la sangrienta guerra de ocho años, que quedó en tablas.
La primera Guerra del Golfo introdujo una nueva variable al ser dentro de la propia comunidad árabe donde estalló el conflicto que hacía peligrar el statu-quo en la propiedad de las reservas de petróleo. La intervención limitada de los EEUU y “aliados” no fue más allá de restablecer el statu-quo ante. Sin embargo, la necesidad de “reordenar” la zona empezó a tener un carácter de necesidad, que llegó a la urgencia tras los atentados del 11-S. Afganistán se incorporó así al puzzle de Oriente Medio. El éxito norteamericano a cuenta del fracaso soviético se tornó rápidamente en un nuevo flanco débil para la estrategia occidental.
Una vez que quedó claro que el problema del fundamentalismo islámico tenía su principal soporte en el aliado tradicional –corriente bahhabita del islam, más petrodólares-, la estrategia para la zona exigía asegurarse el petróleo de los países de la zona, antes de poder presionar en términos explícitos al gobierno saudí. Hubo que inventar la mentira de Irak, igual que estuvierom a punto de inventar la mentira de Irán después.
El cálculo ideológico de los neoconservadores americanos tuvo que incorporar el elemento de un fanatismo islamista con una nueva estrategia política de lucha internacional: el terrorismo suicida. El precio del petróleo dejó de ser el único “arma” de los países islámicos. Los atentados suicidas aportaban la lucha real en parámetros nuevos hasta la fecha; un nuevo tipo de guerra, que globalizaba “el poder de los pocos”, y sobredimensionaba “el poder de los débiles”.
La paradoja para los neocons -y también para el conjunto de occidente- es que, en un momento en el que el capitalismo ha conseguido imperar como único discurso político-económico existente, y que se propone como el único posible, resurge anacrónicamente un modelo político teocrático que se resiste al encanto de los bienes de consumo.  Desde Occidente cuesta entender que el objeto no sea el único referente para la dirección política de lo social. Pero el objeto tiene su reverso en el ideal. Por eso los bloqueos económicos surten tan poco efecto como arma de presión política cuando los pueblos afectados son “sobrealimentados” ideológicamente en base a ideales unívocos, tautológicos y finalistas, que suelen basarse en la autoasignación de “la verdad revelada”.
La sustitución que el capitalismo globalizado necesita hacer de ideología por consumo, encuentra su “retorno de lo reprimido” en el nacionalismo cultural, y en el integrismo religioso. Rápidamente quedó  claro que el comunismo era también contención y regulación de fuerzas heterogéneas, inasimilables al modelo occidental, y no solo antagonismo y amenaza para el mundo capitalista.
Pero el éxito del capitalismo de mercado, refrendado por la asimilación de los países asiáticos regidos por distintos modelos políticos, que hasta ahora se habían mantenido al margen, también evidencia que la lucha es –a pesar de todo- ideológica. Si el capitalismo no se discute ¿qué se discute? Hutington armó bastante revuelo al situar la discusión a nivel de confrontación de valores culturales. La izquierda se rasgó las vestiduras esforzándose en criticar la existencia de un “choque de civilizaciones” como argumento reaccionario, aunque acogió con entusiasmo la propuesta del PSOE de una “alianza de civilizaciones”, que no hace más que avalar la tesis por la antítesis. Los movimientos anti-globalización están aún en un estado muy incipiente como fuerza alternativa, profundamente debilitados por la falta de una ideología común, o, al menos, de un pensamiento coherente que posibilite una “política”, algo más que el pasaje-al-acto reactivo a los movimientos de los poderosos.
La globalización –con todo lo que implica de desarrollo tecnológico- va mostrando que el modelo occidental basado en el binomio democracia política –que incluye la axiología de los derechos humanos universales- y desarrollo económico no es indisoluble. Diversos países van haciendo la constatación de que el progresivo bienestar económico es compatible con estados políticamente totalitarios, o solo formalmente democráticos. La desideologización necesaria al capitalismo de consumo afecta también a la presión política que se quiere hacer sobre ellos en exaltación de los valores de la democracia. Las masas de consumidores –coherentemente con las necesidades reales del sistema capitalista- colocan al Objeto y no a los Ideales como referente de conducta, y el éxito individual como referente moral, sustituyendo a los valores humanistas tradicionales.
     Frente a este imperio occidental del objeto, frente a la plusvalía y el consumo como justificadores y articuladores sociales, surge en el mundo musulmán el Ideal religioso regeneracionista, que busca -en el retorno al fundamento de la experiencia humana de la creencia en Dios- el sentido de la vida para cada uno de los creyentes, y el espíritu y la letra por la que se deben regir en su acción personal, económica, social y política. 
     Es en este terreno de lo ideológico en el que se sitúa la película de Robert Redford “Leones por corderos” -2007-. Mediante tres historias convergentes, organizadas como cuatro series de debates –político / periodista, periodista / editor, profesor / alumno, estudiantes / estudiantes-, aborda la problemática de la política antiterrorista de los EEUU en Afganistán. De esta manera, el director nos va presentando de forma piramidal y jerarquizada los elementos necesarios -en la estructura sociopolítica norteamericana- para que las condiciones de la guerra sean posibles, es decir, encuentren su justificación.
El poder político-económico, representado por un senador republicano, ejemplo de los jóvenes neocons, brillante y ambicioso, puede reconocer en conversación privada, y aunque sea al menos cínicamente, los errores que les han llevado a meterse en la boca del lobo, sin por ello renunciar a lo acertado de su elección política. No se trata de dialogar, se trata de convencer. La decisión está tomada. No se trata de rectificar, se trata de vencer. Ahora es el momento de la ideología. En una democracia occidental el beneplácito del “cuarto poder” es fundamental para dirigir el consenso social y fabricar el acuerdo.
Este poder mediático está representado por una periodista de una cadena de TV, ideológicamente de izquierdas –izquierda made in USA-, cuya adhesión se presenta como absolutamente necesaria para conseguir la cohesión total de la opinión pública detrás de la política belicista republicana. La argumentación del senador republicano traslada el debate político a las dudas morales y deontológicas de la propia periodista. Primero consigo misma, cuando resuelve a favor de negar el apoyo a la política del senador. Después respecto a la política editorial del propio periódico, que prima sus intereses como empresa, a la deontología de su función social.
El debate del profesor universitario y su alumno aventajado nos sitúa en el mismo centro de la fabricación de las élites dirigentes de la política del país. Allí se debate entre el solipsismo hedonista de la juventud consumista occidental, y la coherencia ideológica de sostener y defender el modo de vida que posibilita tanto bienestar. Desdoblado en otro debate, esta vez de alumnos comprometidos contra alumnos acomodaticios, la película nos muestra cómo la alineación ideológica de los más idealistas conduce irremisiblemente a lo peor. Se cierra así el círculo: el joven y brillante senador decide lo que va a ser la muerte de los más jóvenes y también brillantes universitarios, que creyeron honestamente que su deber era ayudar a su país, alienados en la identificación imaginaria entre política de partidos e intereses estratégicos nacionales. La película termina dejando al alumno brillante en un debate interior a tres bandas: perpetuarse en su hedonismo juvenil capitalista, responder en la dirección alienada de sus compañeros muertos, o ejercer la crítica y la lucha intelectual para la que su capacidad y su formación personal y académica le hacen especialmente apto.
El valor del espíritu crítico, frente a la potencia alienante de la ideología.

miércoles, 6 de julio de 2011

El héroe bifronte.

A punto de cumplirse la década del aniversario de los atentados y destrucción del World Trade Center, los USA han realizado el sueño en el que se había convertido acabar con la pesadilla que aquél hecho inauguró. Localizado y muerto Bin Laden puede cerrar una puerta de las varias que abrió aquel suceso. La acción de comando que culminó la operación vino a resolver de facto una cuenta pendiente del Estado norteamericano con sus ciudadanos. Fuerza y pragmatismo volvieron a componer el binomio que no dio resultado en el asalto a la embajada de Teherán, o en el fiasco de Somalia. ¿Qué nombre dar a la resolución que ha tenido el caso del más wanted de la justicia norteamericana? ¿Eliminación? Matado –mejor que muerto- sin juicio, y su cuerpo desaparecido -mejor que “no-enterrado”-, se resuelve táctica y estratégicamente lo que podría haberse convertido en un importante quebradero de cabeza de haberse conducido por los cauces del derecho.
Hay dos mitos en la sociedad estadounidense que organizan comportamientos idiosincrásicos bastante sorprendentes para la mentalidad europea: el mito del héroe dotado de poder -desde poderes parciales, hasta la pura omnipotencia-; y el mito del justiciero. Estos dos mitos, persistentes en la cultura popular yanki, muestran una fragilidad notable en su capacidad sublimatoria para dar un fin cultural a la pulsión de muerte. Más que contener y reconducir, parecen alimentar el imaginario colectivo en aras a promover comportamientos para su satisfacción directa. El héroe con poderes es la personificación ficcional del rasgo infantil prevalente que los europeos atribuimos a los norteamericanos. Se articula éste a través de la línea de fuerza que supone el pensamiento omnipotente que el psiquismo infantil atribuye al Otro materno en la primera infancia. Queda luego como fantasía desiderativa compensatoria una vez realizada la dolorosa travesía del "complejo de castración".  El héroe con poderes, el héroe americano -lejos queda el héroe griego clásico, no sólo limitado por su condición de humano, sino también teniendo en su contra un Otro divino todopoderoso, además de caprichoso y arbitrario - es el al-menos-uno del mito del padre primordial freudiano, que no sufre de castración, que, aun aceptando el límite humano, no lo padece en tanto que puede superarlo a voluntad, o, al menos, siempre en el momento conveniente para el éxito de su cometido.
Es este mito el que parece modelizar el empuje yanki a sus aventuras intervencionistas y militares. El estado, la sociedad viven normalmente sometidos al imperio de la ley. Sin embargo, se saben dotados de un poder económico y militar que no dudan en usar por encima de cualquier consideración, cuando sienten la necesidad de conseguir algo. El Otro –“el eje del mal” de cada ocasión- es amenaza y peligro, caos y muerte. Es la figura del antihéroe, la figura del mal, los que gozan de la pulsión de muerte directamente. Frente a ellos, y por que también conoce el poder formidable de las exigencias de satisfacción de la pulsión, el héroe americano no duda de la legitimidad del uso de su omnipotencia en una pragmática que convence por la propia evidencia del éxito conseguido: destruido el mal y su amenaza, la legitimidad acudirá por sí misma a sancionar el acto de violencia realizado.
La otra cara del héroe americano -a modo de los dei consentii de los romanos, dioses bifrontes- es el justiciero. El héroe americano justiciero no alcanza su poder sobrehumano sino después de haber sufrido el mayor dolor imaginable. Es esta afrenta, insoportable para cualquier otro, lo que dota de un valor, una fuerza y una determinación a su venganza, que la coloca más allá de lo realizable por cualquier otro. El quantum de su sufrimiento se transmuta alquímicamente en quantum de poder. 
En la estructura de este mito, es esencial una correlación punto por punto del poder adquirido por el héroe justiciero con la impotencia del Estado y la sociedad para ejercer la función que les habría correspondido, empezando por la protección que habría debido impedir la inmensa afrenta recibida, así como, después del daño hecho, con la ineficacia de las fuerzas del orden y las instituciones del derecho -muchas veces burdamente magnificada-, para resarcir al maltratado en justicia. Es así como una doble impotencia del Otro -de protección y de restitución-, justifica moralmente y pragmáticamente al héroe -ya que no es posible hacerlo legalmente-   con el consenso del ciudadano común con el que se identifica (el héroe justiciero pertenecía a esa clase antes de ser transmutado por el sufrimiento y la injusticia). Realiza así su venganza a sangre y fuego, y toda destrucción sembrada en su empeño vengador encuentra benevolente acogida en el espectador, totalmente identificado en la cólera divina con su héroe. Esta estructura mitológica tiene un largo recorrido en la ficción visual norteamericana, encarnada muchas veces por actores de cine que han quedado indisolublemente ligados a su personaje justiciero –Bronson, Segal, Eastwood, van Damm, etc.-.
En la última historia de la nación norteamericana, esta mítica la encontramos en sus puntos estructurales y en su recorrido ficcional en las guerras de Irak/Afganistán. La primera inauguró una nueva categoría –la guerra “preventiva”-, y necesitó hacerse con el engaño y la mentira hacia la comunidad internacional, multiplicada aquella por los gobiernos satélites presentes en la foto de las Azores. En ese fuera de la ley -que se conoció a posteriori-, el mito del héroe justiciero completó su realización. Pero una vez cumplida la venganza del héroe americano, la magnitud del sufrimiento infringido al agresor fue desdibujando aquella otra que habría venido del supuesto crimen, y que dio origen a la intervención. La justificación moral de la aplicación de sus poderes terminó hundiéndose estrepitosamente en Abu Gaib.
La ignominia y el dolor sufrido por el criminal atentado del 11/S cargó de fuerza moral y sentimental a la mayor parte de la ciudadanía mundial. Y ello encontró su forma legal en la guerra contra el régimen talibán afgano. Pero el horizonte de justicia al que apuntaba quedó absolutamente pervertido entre las alambradas de Guantánamo, y las cárceles secretas repartidas por los estados amigos de frágil estructura democrática.
La guerra de Irak cumplió con los requisitos esenciales: la desproporción de la respuesta, y, sobre todo, ese necesario fuera de la ley en el que debe de actuar el justiciero para ejercer la "justicia" que le ha sido negada de hecho por las instituciones del Estado. Sin embargo, si bien es cierto que los superpoderes dieron su fruto en un primer momento, la  cara justiciera del mito bifronte del héroe americano tampoco ha logrado aplacar la ansiedad de los consumidores del mito. La guerra de Irak ha sido un fracaso porque ha fallado este último elemento esencial del mito. La victoria fallida ha impedido la legitimación a posterior. La victoria sobre Sadam, se ha convertido –muchos muertos después-en la retirada de Irak. La victoria sobre los talibanes se ha convertido –muchos muertos después- en el abandono de Afganistán.
¿Qué queda, pues de este mito bifronte americano, después del comienzo de este nuevo milenio? Para su primer rostro, el de la omnipotencia, queda la “castración” del retorno a la realidad de una multipolaridad de focos de influencia en este nuevo mundo globalizado, después de haberse complacido en el imaginario infantil de un poder sin límites como premio legítimo a su victoria sobre el “telón de acero” soviético. Para el segundo, el justiciero, la constatación del horror realizado, cosido en el dobladillo de un ideal continuamente desmentido por el acto. Ya no sirve que se reclame auto-legitimado, y que se autorice a sí mismo sin la mediación reguladora de un Otro, de un tercero, que corte la complacencia narcisista de su propio retórica, y de la insensata satisfacción pulsional que justifica.

sábado, 2 de julio de 2011

"Si yo no he hecho nada."

Un mundo sin culpa –camino por el que avanza la sociedad de este siglo- habla de una sociedad en la que el deseo ha sido desalojado de la dialéctica subjetiva. Su lugar lo ocupa la depresión como cobardía moral, y el victimismo como infantilización de un sujeto que no reconoce ni asume ninguna responsabilidad individual. Creo que es lo que queda magníficamente ilustrado en la película de los hermanos Cohen “Un tipo serio”. “… si yo no he hecho nada”, clama en varias ocasiones el protagonista, esforzado ciudadano cumplidor en todos los frentes de su vida. La catarata de consecuencias que le vuelven como efecto de ese intento de des-responsabilización –“yo no he hecho nada”- le hunden en la desgracia, y, sobre todo, en la perplejidad. Confiado en que en la sola razón está la vía para orientarse en cualquier situación y campo de la vida, irá descubriendo, atónito, la posibilidad de que no exista una respuesta/explicación -incluso de que no siempre se pueda asignar un sentido a los hechos esenciales de la existencia-. Este descubrimiento multiplicará exponencialmente su desconcierto cuando se añade el que tampoco existe un Otro (Dios) que sirva de guía o referencia para orientarse. Y culminará en un sinsentido insoportable que anuncia la muerte en una apoteosis del absurdo. 
Este profesor de matemáticas, que trata de resolver con ellas la paradoja del gato encerrado –que ni sale, ni está dentro-, no consigue librarse de la paradoja ético-legal en la que le coloca su peor alumno –“yo no le he dado el dinero que le he dado, y si dices que se lo he dado, le demando por difamación”. Y, lo que es peor: no encuentra el código que le permita interpretar los signos de sus sucesivas desgracias, ni encuentra a nadie que le diga su significado. 
La "clave" de la película la dan los directores en las primeras escenas de la película, una especie de exergo en el que los ancestros del protagonista discuten si está vivo o muerto el rabino de su comunidad. El padre defiende que está vivo, porque le ha visto y hablado con él. Y él es “un hombre racional” -equivalente al yo soy un tipo serio del hijo. La madre, en cambio, le recuerda que murió hace tiempo. Cuando el rabino aparece, lo que debería ser la prueba incontestable de su existencia, la madre -“mujer”, no lo olvidemos- le trata de fantasma; y, frente a las consideraciones del marido, ella le clava en el corazón el picador de hielo que tiene en las manos. La indicación es clara: es el acto el que produce la verdad. El hombre no puede concluir la verdad porque no maneja más que significantes, y trata de obtener de estos una significación final que cierre el debate. La mujer puede concluir porque, situada del lado del acto, maneja el objeto. Ambos hablan, pero sólo cuando ella incide con el objeto sobre lo real se disuelve el fantasma: el rabino se aleja con el punzón clavado diciendo “Me voy: sé entender dónde no se me quiere”. Lo real volverá a aparecer en las dos últimos secuencias de la película: cuando un tornado y un cáncer acabarán con él y con su descendencia masculina, resaltando así el triunfo del sinsentido que reina en lo Real.