Este mes de septiembre "celebramos" el tercer aniversario de la quiebra financiera de Lehman Brothers, bancarrota que lanzó la crisis económica que aún golpea a occidente.
Sabemos que "la única solución" para evitar el colapso mundial consistió en que los gobiernos inyectasen millones y millones de dólares del erario público, a bancos y empresas estratégicas en crisis.
Ante tal derroche de generosidad con "los malos", algunos pensaron que sería más justo subvencionar a las víctimas de la codicia de aquellos. Colmados de merecida indignación, se entretuvieron en hacer una simple división entre el montante total de las "ayudas", y el número total de los habitantes del planeta.
El cociente de tan sencilla operación arrojó una cifra enormemente impactante, y que, inevitablemente, nos hizo soñar a todos: cada habitante de la tierra podría haber recibido 115 millones de dólares. ¡Cómo no soñar con una bonificación así!
De pronto, al día siguiente del estallido de la crisis, los ciudadanos de todos los paises del mundo se despiertan millonarios en dólares. No digamos las familias del "tercer" mundo, con diez hijos o más. Una lógica de apariencia sólida nos haría pensar que las personas, ante un excedente de renta como ese respecto a sus gastos corrientes o extraordinarios, se dirigirían a los bancos para ingresarlo. Con lo cual, los bancos recobrarían la liquidez, cuya falta parecía asfixiarlos. Ya tenemos, pues, a los ciudadanos sin deudas, y a los bancos recapitalizados -que parece ser de lo que se trataba-. Los bancos ya tendrían capital para prestar a las empresas, y estas podrían volver a llamar a los trabajadores para continuar con la producción. Pero...
Tal vez aquí empieza a desmoronarse esta lógica tan atractiva. Teniendo en cuenta que la gran mayoría de los trabajos no se realizan de manera vocacional ¿quién se levantaría de la cama al amanecer -como siempre-, para ir a colocar ladrillos o envasar sardinas, teniendo en el banco más de un centenar de millones de dólares? Veríamos, por ejemplo, enormes colas de magníficos automóviles esperando en las gasolineras porque no hay combustible, porque no hay nadie que quiera cargar el camión cisterna, y conducirlo a la gasolinera, y descargarlo en sus depósitos. En realidad, tampoco la inmensa mayoría de los nuevos ricos podrían comprarse sus coches soñados, porque, una vez agotado el stock -si es que algún vendedor acudió a su puesto de venta-, las empresas no habrían podido producir más, porque sus trabajadores ahora querrían comprarlos, y no hacerlos.
Sin embargo, los más codiciosos estarían dispuestos a algunos negocios o trabajos. Pero, sabiendo la riqueza de sus clientes o empleadores, dispararían la inflacción de una forma incontenible. Es decir, que el-solo-querer-gozar de una riqueza universalizada, llevaría a la civilización a un colapso inicial por falta de producción. Ricos sin tener para comprar, habría que pagar sumas astronómicas a los que se prestasen a trabajar en campos, fábricas, oficinas y comercios, en una locura inflacionista que, a no mucho tardar, iría generando las masas de desposeídos, y las minorías de acumuladores que ya conocemos, poniendo nuevamente las cosas "en su sitio". En el mejor de los casos, tal vez antes de volver a quedarse sin nada, solo con su fuerza de trabajo, esa masa de fugaces nuevos ricos habría podido disfrutar de sus quince minutos de pleno pulsional.
¡Qué sabios son nuestros gobernantes! Dándoles la pasta de entrada a los Bancos, nos han ahorrado tiempo y disgustos a todos. ¡Qué pesadilla!