Los jugadores de cartas (1597-1600) , Caravaggio. |
Sin embargo, la mentira, por más que pueda ser rechazable, coloca al mentiroso en la lógica del discurso: el mentiroso produce su enunciado, y el oyente puede remitirse a un "orden simbólico" que garantiza la falsedad de aquel enunciado. A partir de ahí, el mentiroso puede seguir empecinado en la reiteración de su mentira, pero ésta ya ha quedado calificada como tal en el discurso que construye la realidad social.
Pero hemos asistimos en los últimos meses, en el discurso político de la derecha española, a una práctica mucho más grave, que parece apoyarse en el debilitamiento extremo que ha sufrido ese tercero simbólico, garante de la Ley del sentido, que media entre el emisor y el receptor en el intercambio de los mensajes en cualquier acto del habla. Su gravedad reside en que ya no se trataría de la astucia o la estupidez del emisor, sino de un agujero en la lógica de la producción de los significados, que afectaría al lenguaje común de una sociedad que se ha desentendido del lugar central que debe de ocupar esa legalidad simbólica, que exige y da coherencia a la construcción misma del discurso, y a la producción del sentido que teje el lazo social entre los hablantes.
Frente a la debacle moral y política de la derecha española -la derecha de los aznares y los pujoles-, y teniendo en cuenta que ya no está en su mano el recurso al golpe de estado y el caudillismo, las estrategias de defensa frente a la irritación ciudadana pasa por gestionar tácticamente sus responsabilidades como políticos gobernantes retorciendo torticeramente el lenguaje y la lógica de sus pseudo-argumentaciones1.
Dos aspectos destacan en esta estrategia, y que se han ido produciendo por orden. En primer lugar, se ha dado por evidente, que la responsabilidad de los políticos corruptos la habían de dilucidar los tribunales, confundiendo responsabilidad política y responsabilidad civil o penal -evidenciando, de paso, la escasísima cultura democrática de nuestra sociedad. Esta estratégia alcanza su mayor grado de infantilización en la modalidad "mariana", por la que sus correligionarios hasta ayer son privados de sus nombres, para pasar a ser "algunos", "esos a los que vd. se refiere", etc, y sus corruptelas se pretenden hundir en el anonimato de "esas cosas que se dicen", "esas cosas por las que vd. pregunta", etc. Esta estrategia pueril de cerrar los ojos y afirmar que la realidad no está, que ha desaparecido, termina por agotarse en su efecto cómico.
La segunda, sin embargo, es mucho más seria, si la tomamos como síntoma del sesgo que está adoptando la comunicación interpersonal en la metamodernidad. Me refiero al espectáculo de teatro del absurdo al que asistimos cuando los políticos -ante la avalancha de evidencias que les incriminan, y ante la presión ciudadana que exige explicaciones-, adoptan la estrategia de mostrarse ellos también indignados -al tiempo que muy dignos-, y decir que asumen la responsabilidad de su gestión -"hemos tenido que adoptar decisiones muy difíciles..." bla, bla, bla-. Lo asombroso es que, una vez que se han llenado la boca con el reconocimiento de su responsabilidad, no se sigue ningún tipo de acto que fuera el efecto lógico consecuente: la asunción de responsabilidades políticas.
Después de asistir al engaño de destrucción masiva para obtener una mayoría absoluta en las pasadas elecciones generales, con un programa del que no han cumplido ni las notas a pié de página, sin que eso haya tenido consecuencias políticas ninguna entre los responsables sostenedores de la mentira, ahora nos encontramos con que el reconocimiento expreso de la responsabilidad del incumplimiento no implica ningún acto coherente con lo que afirman sus enunciados de dicho reconocimiento. Es decir, la palabra parece que ya no vehicula un significado que dé coherencia al discurso como lazo social entre los hablantes. Esto es tanto como decir que la palabra ya no vincula a los interlocutores.
Tal vez esto sea coherente con el descrédito que sufre lo escrito hoy en el tiempo del imperio de la imagen, el tiempo en el que desaparecen los vínculos colectivos para dar paso a los acuerdos individuales, un tiempo en el que la comunicación de contenidos ya no dispone del tiempo necesario para su descodificación, y se sustituye por la lectura de los gestos y los emoticonos, la lectura en superficie que surfea sobre la superinflacción de los hipervínculos.
En su marco más general, la palabra ha perdido hoy el carácter de compromiso que la vinculaba con su locutor, al punto de identificarla a su honor, a la totalidad de su valor como persona. El que hablaba y su dicho eran una unidad solidaria, una totalidad. Tal vez fue la generalización de la escritura la que debilitó, ya en una primera instancia, el prestigio de la palabra hablada, para ceder su gravedad a un texto más perdurable, más reproducible, una palabra más económica y ágil al concretar su valor de "dicho" en la firma que identifica a su autor.
En el segundo bucle cultural al que asistimos hoy, por el que la escritura se debilita por el imperio de la imagen, la palabra hablada queda casi reducida al ruido de fondo que la acompaña. El valor de compromiso de la palabra no vive su mejor momento en una metamodernidad que se vale de ella para la seducción y la propaganda, para la infatuación del propio yo, para devaluarla, en fin, en los discursos de las promesas vanas y las elegías impostoras de la publicidad, la política y la religión.
Pero también en las relaciones interpersonales vemos la misma devaluación de la palabra que compromete. En las relaciones sentimentales, amorosas, las promesa de amor duradero, de fidelidad, de compañía, de cuidado mutuo, han de entenderse hoy sin la gravedad que han portado en épocas anteriores las palabras que las expresaban, si no se quiere sucumbir en el desengaño, la decepción, la desilusión, el descreimiento. Aquí no se trata tanto del engaño calculado, del uso canalla del lenguaje, como de la inestabilidad de unas significaciones que ya no tienen ese referente común con la autoridad de entonces, por lo que el valor preciso de la significación otorgada a aquello que se dice ya no depende tanto de un acerbo común que se comparte por todos, sino que dependen cada vez más de ese ego del locutor que referencia a sí mismo el valor vinculante de lo que dijo, a sus propias expectativas de goce, a sus apetencias, a sus ansiedades circunstanciales, a los vaivenes de su deseo desorientado y volátil.
1. La maraña de mentiras que ha tenido que trenzar y sostener el Partido Popular en el gobierno durante estos últimos cuatro años de infamia, produce ya situaciones esperpénticas como espectáculo, y patéticas como penitencia de los propios mentirosos. Entre los que se están produciendo en este declive de la dictadura de la corrupción de la derecha española, merece resaltarse la emergencia del inconsciente de las señoras Cospedal y Aguirre. La inefable Cospedal, en su enésimo esfuerzo por negar los hechos con las palabras, afirmó en un par de ocasiones diferentes y en sendos actos públicos de su partido (en 2012, y abril de 2015) que "Este gobierno ha hecho mucho por saquear al país", no sabemos si queriendo decir "sanear", o "sacar". De similar calibre es su afirmación en su cuenta oficial de Twitter (noviembre 2014): "No vamos a perder ni un minuto en luchar contra los que defraudan en la democracia." Por su parte, la lideresa Aguirre nos ha tenido entretenidos varios días tratándonos de convencer que la palabra "exactamente" no significa la afirmación del enunciado sobre el que se aplica. En su esfuerzo de desmarcarse de la corrupción institucionalizada en su partido en un debate en TV, el director adjunto de El Mundo afirma que han cobrado sobresueldos en la cúpula del PP, a lo que ella le interrumpe para decir : "Yo no"; por lo que Inda precisa, para darle la razón, que cobraron sobresueldos todos menos Aguirre y Gallardón;a lo que "la Espe" sentencia sonoramente: "Exactamente", afirmación por la que se entiende que Rajoy y los demás no quedan en muy buen lugar.
En su marco más general, la palabra ha perdido hoy el carácter de compromiso que la vinculaba con su locutor, al punto de identificarla a su honor, a la totalidad de su valor como persona. El que hablaba y su dicho eran una unidad solidaria, una totalidad. Tal vez fue la generalización de la escritura la que debilitó, ya en una primera instancia, el prestigio de la palabra hablada, para ceder su gravedad a un texto más perdurable, más reproducible, una palabra más económica y ágil al concretar su valor de "dicho" en la firma que identifica a su autor.
En el segundo bucle cultural al que asistimos hoy, por el que la escritura se debilita por el imperio de la imagen, la palabra hablada queda casi reducida al ruido de fondo que la acompaña. El valor de compromiso de la palabra no vive su mejor momento en una metamodernidad que se vale de ella para la seducción y la propaganda, para la infatuación del propio yo, para devaluarla, en fin, en los discursos de las promesas vanas y las elegías impostoras de la publicidad, la política y la religión.
Pero también en las relaciones interpersonales vemos la misma devaluación de la palabra que compromete. En las relaciones sentimentales, amorosas, las promesa de amor duradero, de fidelidad, de compañía, de cuidado mutuo, han de entenderse hoy sin la gravedad que han portado en épocas anteriores las palabras que las expresaban, si no se quiere sucumbir en el desengaño, la decepción, la desilusión, el descreimiento. Aquí no se trata tanto del engaño calculado, del uso canalla del lenguaje, como de la inestabilidad de unas significaciones que ya no tienen ese referente común con la autoridad de entonces, por lo que el valor preciso de la significación otorgada a aquello que se dice ya no depende tanto de un acerbo común que se comparte por todos, sino que dependen cada vez más de ese ego del locutor que referencia a sí mismo el valor vinculante de lo que dijo, a sus propias expectativas de goce, a sus apetencias, a sus ansiedades circunstanciales, a los vaivenes de su deseo desorientado y volátil.
1. La maraña de mentiras que ha tenido que trenzar y sostener el Partido Popular en el gobierno durante estos últimos cuatro años de infamia, produce ya situaciones esperpénticas como espectáculo, y patéticas como penitencia de los propios mentirosos. Entre los que se están produciendo en este declive de la dictadura de la corrupción de la derecha española, merece resaltarse la emergencia del inconsciente de las señoras Cospedal y Aguirre. La inefable Cospedal, en su enésimo esfuerzo por negar los hechos con las palabras, afirmó en un par de ocasiones diferentes y en sendos actos públicos de su partido (en 2012, y abril de 2015) que "Este gobierno ha hecho mucho por saquear al país", no sabemos si queriendo decir "sanear", o "sacar". De similar calibre es su afirmación en su cuenta oficial de Twitter (noviembre 2014): "No vamos a perder ni un minuto en luchar contra los que defraudan en la democracia." Por su parte, la lideresa Aguirre nos ha tenido entretenidos varios días tratándonos de convencer que la palabra "exactamente" no significa la afirmación del enunciado sobre el que se aplica. En su esfuerzo de desmarcarse de la corrupción institucionalizada en su partido en un debate en TV, el director adjunto de El Mundo afirma que han cobrado sobresueldos en la cúpula del PP, a lo que ella le interrumpe para decir : "Yo no"; por lo que Inda precisa, para darle la razón, que cobraron sobresueldos todos menos Aguirre y Gallardón;a lo que "la Espe" sentencia sonoramente: "Exactamente", afirmación por la que se entiende que Rajoy y los demás no quedan en muy buen lugar.