Solamente la víctima conserva hoy día el prestigio de la inocencia, el derecho a ser reconocido como inocente. En la estructura lógica en la que ocupa su lugar, la víctima se opone directamente al lugar de su verdugo, lugar necesario del culpable. El resto de los sujetos que no pueden ocupar ese lugar de víctima, pasan a engrosar el campo generalizado del sospechoso. No en una forma enunciada como tal figura judicial, sino en otra, novedosa, de “supuesto-sospechoso”. Es decir, una figura de las que van dibujando nuestra modernidad post-democrática, figura que nace con la guerra contra el terrorismo, y que cancela la suposición de inocencia de las democracias, por aquella de “suposición de sospecha”.
Sigo pensando que, a pesar de los cientos de miles de cámaras que vigilan las ciudades europeas, el espacio paradigmático de esta nueva condición cultural de la globalización que hace del ciudadano común un “supuesto sospechoso”-giro destacado por G. Wacjman como uno de los movimientos tectónicos en la actual civilización-, es el aeropuerto. Más en concreto, el espacio comprendido entre la facturación y la recogida de equipaje en destino. El espacio de intersección entre inocente y sospechoso, y el momento cumbre, el clímax de ese juicio non-nato en el que se convierte este breve recorrido, es el cacheo tras pasar el viajero el arco detector, y sus bolsos de mano el scanner. Sabemos hasta qué punto de impudicia quiere llegar el ojo vigilante del estado, con la visualización del cuerpo del viajero más allá de sus vestidos, a través de sus scaner corporales. Sabemos las protestas individuales y colectivas que la suspensión de un derecho fundamental como es –era- esta presunción de inocencia ha levantado en Europa y USA. Pero lo que ha prevalecido es la resignación con la que los ciudadanos demócratas han aceptado y consentido en pasar a ser “supuestos sospechosos” de un terrorismo del que ellos serían las principales víctimas –siniestra ironía-. Esta claudicación ante el miedo no puede por menos de darle alas a los poderes del estado para elevar los niveles de suposición de sospecha sobre sus conciudadanos, con la ganancia de control derivada de la pérdida de derechos y libertades que conlleva.
Los disturbios socio-raciales de este verano en Inglaterra –no hace tanto fueron en Francia-, avanzan en este territorio. El gran ojo electrónico del Big Brother londinense -o inglés en su conjunto: una cámara por cada 14 habitantes-, no ha sabido ver, anticipar la reacción violenta, destructiva y, finalmente, criminal de los muy jóvenes airados ingleses de color. La reacción de las autoridades conservadoras inglesas ha sido muy diferente de la de los socialdemócratas noruegos. Frente al “responderemos con más libertad y más democracia” de las autoridades a los crímenes del racista y fundamentalista cristiano en la isla noruega, las autoridades inglesas han respondido prometiendo más represión, y contratando a un super-policía norteamericano. La policía inglesa ha reclamado mayores capacidades y poderes represivos. Y el inglés “medio” parece haber reaccionado criticando la pasividad represiva de la policía.
Pero toda esta represión de antiguo régimen –de “archi-política”, diría Zizek-, a base de bala y tanque, de palo y cárcel, ya solamente es propia de sociedades tecnológicamente atrasadas. Lo estamos viendo funcionar en las revueltas de los países islámicos. En nuestras sociedades post-democráticas la represión se instala con el consentimiento social –a veces con su exigencia. Toda esta vieja dialéctica de acción-represión anuncia nuevas renuncias de derechos y libertades como sacrificio ritual a la insaciable divinidad de la seguridad civil. Tal vez empiece a configurarse como un eje esencial de la sociedad post-democrática este triunfo del miedo, por el que las sociedades occidentales están renunciando a su Estado de Derecho sin imposición alguna de los poderes del Estado, solamente como respuesta angustiada a algunas de las dinámicas sociales nuevas, propias de nuestro mundo globalizado, y frente a las que no ha podido diseñar aún respuestas adecuadas. Esta represión es una represión soft, es una represión light, asumida por infiltración, no por cirugía. Son los poderes blandos de la sociedad, básicamente la manipulación de los medios de comunicación, y la seducción publicitaria, cuando no la mentira directa de la acción política -escondida, amparada y disculpada en la propia complejidad de las sociedades actuales- los que funcionan como goteros que inoculan el virus al paciente al mismo tiempo que le mantienen con vida.
Tal vez la mayor y mejor demostración de que la sociedad está preparada para aceptar este nuevo tipo de vigilancia, acorde con el nuevo estatus de “supuesto sospechoso”, sea la multiplicación de programas TV tipo “Gran Hermano”, o los “reality show”, en los que la intimidad de los voluntarios que se prestan a ello es absolutamente invadida en espacio y tiempo por la cámara, de un lado, y la pantalla, del otro. Y, lo que es peor aún, la sanción social que supone la fruicción con la que esos espectáculos de obscenidad común son devorados por millones de espectadores desde hace años, sin desfallecimiento.
En otro nivel, pero en la misma lógica, está el triunfo en las urnas de una forma de hacer política que mezcla y confunde lo público con lo privado –la Italia de Berlusconi, la Comunidad Valenciana de Camps-, en la que la transparencia de la gestión pública se remite al éxito de la vida personal y de los negocios de sus políticos. Esas sociedades parecen haber renunciado a la presunción de inocencia –casi mejor, habersela sacudido de encima-, y necesitar la “suposición de sospechoso” generalizada para que la corrupción pueda, no solo circular verticalmente, sino, sobre todo, expandirse horizontalmente en el cuerpo social. Compartir esa suposición permite a los ciudadanos, no solamente no tener que avergonzarse de su condescendencia con los dirigentes corruptos, sino también vivir sin contradicciones sus propósitos de participar en la corrupción, cuando la ocasión se la ponga al alcance de la mano, o de las migajas de corrupción que les corresponden por su participación en el festín de los poderosos. ¿Quién podría renunciar a la oferta de unos trajes gratis, unas fiestas con velinas, o unos millones de euros por unas firmas aquí o allá?
Tal vez la terrible sospecha evangélica que paralizó los brazos lapidadores de los justicieros –“Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra”- esté recobrando su lugar en la sociedad actual, traída nuevamente de la mano del resurgir fanatizado de las religiones. Pero si la culpa ya no rige en esta cultura del capitalismo de mercado, tendríamos que reescribir aquella frase como: “Quien esté libre de suposición de sospecha…”.
Una pregunta que quiero dejar en el aire es si hay que achacar buena parte de los males de nuestras sociedades al sistema económico capitalista "per se" (que al fin y al cabo no deja de ser un modo de asignación más o menos eficiente de los recursos) o más bien si habría que buscar su raíz en determinados comportamientos y deficiencias de base que se han ido asentando, y que en mi opinión parten de un proceso, alentado por políticos nefastos, de "desculturización" del individuo pensante, que conduce inevitablemente a la desaparición del espíritu crítico, y a su propia "uniformización", entendida en el peor de los sentidos.
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