Cuando celebremos el Día de Europa el próximo año, faltarán dos semanas para las próximas elecciones europeas, que se quieren cruciales por dos motivos: primero, porque se eligirá por primera vez al presidente de Europa; en segundo lugar, porque se consideran un test decisivo acerca de la adhesión ciudadana al proyecto de una Europa unida. Serán las primeras de la crisis, y ya en las anteriores, la concurrencia no llegó ni al 50% del electorado.
Vamos a dejar de lado el primer motivo, que parece ser la forma en la que se quiere materializar el "más Europa" para salir de la crisis: un cargo electo más, para añadirlo al gallinero de elegidos nominales, partidarios, institucionales, grupo-parmentariales, comisarios, comisionados... Mucho mayor alcance tiene lo segundo, en la medida en la que el acto central de la democracia -las elecciones-, parece estar convirtiéndose en su espectro, y su registro como fraude democrático está pudiéndose escribir con el eslogan de "si no tenemos voz ¿porqué nos pedís el voto?". Y este es el escuálido esqueleto al que ha quedado reducido en las democracias del capitalismo de mercado: la elecciones han dejado de ser un mecanismo de elección representativa, para convertirse exclusivamente en una maquinaria de legitimación del poder.
Creo que fue común a los que alcanzamos la mayoría de edad cuando murió el dictador Franco, el conjurarnos con que nunca renunciaríamos a ejercer nuestro derecho al voto. Apenas 35 años después de estrenar la Constitución, mi generación se encuentra en la tesitura paradójica de que, para poder elegir, tal vez tenga que no votar.
La crisis de las ideologías, la caída del sistema comunista, la hegemonía del monodiscurso capitalista han desdibujado hasta el extremo las diferencias programáticas entre los diferentes partidos en concurrencia, pero, sobre todo, el ejercicio político de esos programas una vez conquistado el poder. Sometidos todos al poder de los Mercados, el capitalismo financiero ha demostrado su capacidad y eficacia para aplanar las diferencias ideológicas a la hora de la práxis socio-económica -como bien quedó demostrado con el giro radical de la política del gobierno socialista español en 2010. Sin la posibilidad real de ejercer una diferencia en la gobernanza de sus países, el voto que eligió a sus parlamentarios no hace más que legitimar una acción de gobierno contraria a los intereses de los propios votantes.
El caso español es paradigmático de este estado de cosas: la utilización perversa que puede hacer un gobierno de la mayoría absoluta obtenida por el partido que le sostiene. En la medida en que el partido electo no se siente vinculado -ni las leyes le obligan- al cumplimiento del programa electoral con el que concurrió a las elecciones, los electores se encuentran hoy en la situación perversa -repito- de haber legitimado inamoviblemente un fraude electoral, que de ninguna manera puede ser denunciado judicialmente como tal (1). La socorrida remisión a las próximas elecciones proporciona al partido en el poder un margen de tiempo suficiente para producir algunos efectos difícilmente reversibles. No hay más que ver el destrozo social, económico y democrático que ha producido el "primer año Mariano".
Respecto a las elecciones en la UE, la crisis de la deuda soberana está demostrando que los votos de los ciudadanos no son operativos, si no lo son del estado económicamente hegemónico (conocemos la cantinela de "... hasta que no haya elecciones en Alemania, no ..."). Su carácter de impostura legitimadora ha terminado con el espejismo de una asociación inter pares. Ya nadie niega que Europa ha perdido la apuesta de europeizar a Alemania. La sociedad alemana parece que solo puede concebirse a sí misma como rectora en modelos autoritarios. Pero la crisis de Chipre ha demostrado una faceta que hasta hoy parecía no poder tener lugar en el espíritu ni en la letra de la UE. Por intereses económicos, la UE ha ido en contra de la legalidad que ella misma había establecido: la amenaza sobre los depósitos bancarios de los pequeños ahorradores -luego torpemente rectificada por la presión del propio mundo financiero-, ha dejado en evidencia que la Ley no es barrera para que los políticos electos satisfagan las exigencias de los poderes no elegidos ni elegibles.
La recuperación del voto como ejercicio democrático pasa por:
- la supresión del sistema de "listas cerradas", que resuelve el ejercicio electoral de los ciudadanos en una partitocracia, por lo que el valor individual de cada político (los ciudadanos que votan cuentan por sí mismos, pero los políticos que eligen, no) se sacrifica a los intereses de su partido como corporación de intereses e influencia autónomos, desligados de los intereses y necesidades de la sociedad civil (2);
- dicho de otro modo: una ley electoral que libere a los electos de la fidelidad partidista, de forma que se rompa de una vez por todas la confusión de no saber si el diputado elegido representa a su partido, o a los electores que le han elegido;
- una ley electoral que dé alguna opción real a grupos políticos más allá del bipartidismo. Si la ley electoral actual se hizo para proteger el ejercicio de gobierno, frente al peligro de la atomización de la oferta electoral nacida de un proceso constituyente, hoy es la gravísima crisis en la que ha puesto a la democracia la corrupción política de los partidos mayoritarios, la que hace imperiosa la necesidad de la promoción de las fuerzas políticas minoritarias;
- una ley electoral que proteja decididamente el carácter vinculante del programa electoral con el partido que lo presenta, de forma que, por ejemplo, no se pueda recortar el presupuesto de educación, si no estaba así explicitado. Carácter vinculante querría decir que, el partido que gobierna, tendría que convocar nuevas elecciones si piensa que no puede cumplir su programa. Los políticos y las instituciones europeas y nacionales han evitado esto, o bien con fraudes electorales masivos como el PP en España, o bien negando la posibilidad de un referéndum en Grecia, o bien imponiendo presidencias tecnócratas, como en Italia;
- la inclusión de algún sistema de consulta ciudadana, más allá de las fechas electorales regulares, y más directo y ágil que el sistema de "iniciativa ciudadana". La actualización del concepto de "democracia directa", implementado por las nuevas tecnologías, aporta iniciativas reales para que el ciudadano pueda sentir la proximidad de su autoría en la toma de decisiones que le afectan directamente.
El voto se ha convertido, pues, en un puro argumento legitimador, vacío de poder ejecutivo, que convierte a las democracias en gigantescos aparatos burocráticos. Los centros de decisión se alejan cada vez más de las necesidades concretas de los electores, parapetados los elegidos detrás de super-estructuras institucionales que diluyen las responsabilidades personales de los que tomas decisiones ruinosas para decenas de millones de sus electores.
Acorde con esto, la soberanía del pueblo se va disolviendo en la lejanía y complejidad de las instituciones europeas, al tiempo que los políticos nacionales tienen que protegerse físicamente, a si mismo y sus sedes, de sus mismos electores, realizando comparecencias sin derecho a ser preguntados, detrás de pantallas de plasma, detrás de impresionantes dispositivos policiales, legislando ad hoc contra las iniciativas de protestas ciudadanas, expulsando a los ciudadanos de las instituciones, debilitando económicamente a las asociaciones cívicas, deslegitimando a las fuerzas sociales, etc.
Por todo ello, tal vez hoy la elección tenga que anteceder al voto, una elección que debe de volver a ser constituyente: pongámonos primero de acuerdo sobre de qué pacto democrático hablamos, y luego yo elegiré si participo o no como elector.
Por todo ello, tal vez hoy la elección tenga que anteceder al voto, una elección que debe de volver a ser constituyente: pongámonos primero de acuerdo sobre de qué pacto democrático hablamos, y luego yo elegiré si participo o no como elector.
1. Parece haber pasado desapercibida la declaración de Rajoy a un medio internacional, justificando el no haber cumplido nada de su programa electoral en base a "haber cumplido con su deber". Haciendo uso -una vez más- de ese inconsciente a flor de piel que tienen los dirigentes del PP, pone Rajoy en evidencia que que su deber no está vinculado con el respaldo electoral, ni con el contrato con el electorado que debería ser su programa. Estamos, pues, en el mundo de la política-subjetividad, en la apelación a la ética personal -¡¡¡precisamente él!!!- como proyecto de gobierno. Este es el terreno abonado para la iluminación personal, para la mitomanía, para la autosugestión de tener que realizar cualquier misión transcendente, por encima de las necesidades y los intereses concretos de sus gobernados. Consecuencia lógica de esta autopromoción de la política de la subjetividad es la completa a-responsabilidad en el ejercicio de gobierno. ¿Cómo pedir responsabilidades sobre la vocecita que guía la intimidad moral del gobernante? Pero, sobre todo ¿cómo debatir sobre sus propuestas y sus actos de gobierno, si lo que le justifica como gobernante es su percepción personal del deber? Los que tenemos cierta edad recordamos aquello de "solamente dar cuentas a Dios y a la Historia", únicos tribunales a la altura de los dirigentes mesiánicos. Y no olvidemos que Rajoy llego al poder con la promesa de Salvar a España. Y ese es el mandato que guía su sentido del deber. Por cierto ¿quién dicta ese mandato? ¡Correcto!
2. Por eso, a la consigna del movimiento 15-M "Que no, que no nos representan", en sentido estricto le sobra la "n", ya que lo "que no nos representa", es el sistema democrático actual en sí, concretado en una democracia tan defectiva como lo ha llegado a ser la española.
2. Por eso, a la consigna del movimiento 15-M "Que no, que no nos representan", en sentido estricto le sobra la "n", ya que lo "que no nos representa", es el sistema democrático actual en sí, concretado en una democracia tan defectiva como lo ha llegado a ser la española.